Ahora cree que Manuel Ginés fue un buen hombre, un excelente abogado que contrajo matrimonio con una gran mujer y además era padre de una niña que entonces sólo tenía ocho años. Joven, trabajador y lleno de vigor, un gran luchador que anteponía la palabra a la fuerza, que mostraba con firmeza sus ideas y cuyos pensamientos quizás no gustaron a una parte de la sociedad.
Aún no había llegado el verano, pero ya se respiraba en el ambiente ese calor enrarecido que llena de vida las calles y los parques. La proximidad de la estación estival transformaba el paisaje de los pueblos. La tarde invitaba a pasear por la alameda y a observar el bullicio de la gente que daba fe de lo buena que es la vida, y así lo hizo Julián. Su paseo fue de dos horas, dos largas horas de enfrentamiento personal en busca de un porqué. A pesar de todo, llegó muy pronto al punto cero – así es como él lo denominaba – tan pronto que tuvo tiempo de tomar café en el bar que había frente a la parada del autobús. El olor del grano molido casi lo distrajo. Luego, se dejó llevar por el griterío de unos niños que chapoteaban con el agua de la fuente en la que se sostenían tres cabezas de cisnes de las que manaban un chorro de agua fresca. Miraba a los viandantes y sin quererlo oía los murmullos de la gente que pasaba o se paraba junto a él. Poco antes de las siete de la tarde salió del bar y se dirigió al otro lado de la calle. Cruzó varias veces la avenida por lugares diferentes sin alejarse demasiado de su punto cero, manteniéndolo en todo instante en observación. Estaba muy nervioso, erguía su cabeza para que la suave brisa del atardecer peinara su rostro firme y se dejaba llevar por el latente rugir de los árboles…. A lo lejos divisó el coche oscuro que esperaba al fondo sur de la avenida. Entonces Julián se transformó por completo. Su templanza era tal que incluso a él le asustaba. Ya nada ni nadie podrían distraerlo. Esperó con calma a que el semáforo encendiera la luz verde para cruzar con seguridad, y una vez acoplado en su punto cero, fue cuestión de segundos. El vehículo negro estacionó pasada la parada del autobús. Era el lugar esperado. Julián avanzó hacia él con precaución y rapidez, sacó la pistola que portaba en su costado izquierdo y, sin mediar palabra, apuntó con frialdad a la cabeza del individuo que se encontraba en su interior haciéndola disparar dos veces al tiempo que cruzaba su mirada con la niña que ocupaba el asiento trasero del coche y de la cual él no se había percatado. Ese día, precisamente ese, Ginés había recogido a su hija a la salida de su cumpleaños. Pistola en mano, el ejecutor corrió y corrió, enfundó su arma y llegó al punto acordado.
Todo salió bien.
El inesperado ruido del timbre lo confunde por un instante. Las puertas de las celdas se abren para que los reos puedan salir al patio y disfruten de la libertad prohibida. Julián reniega de ese efímero derecho para seguir recostado en su catre. Su debilidad psicológica lo tiene muy abatido y no puede evitar que sus pensamientos lo lleven de nuevo al pasado.
La viuda de Ginés demostró ser una mujer muy fuerte. Lo sorprendió muchísimo cuando, varios días después del atentado, la vio por televisión en uno de esos actos pacíficos donde con gran entereza leyó un comunicado en el que alababa el trabajo de su esposo. Relató también sobre la transformación que todo lo ocurrido había supuesto en su vida familiar, y, en concreto, sobre el fuerte trauma que padecía su hija Silvia. Además pidió perdón para la persona que cometió el crimen, la instó a que recordara a sus seres queridos y a que no olvidara el amor de una madre destrozada. Por eso y por todo ese pasado tan presente, le suplicó muy afectada que dejara las armas y que el horrendo crimen quedara en un hecho aislado que jamás volviera a repetirse.
Pasados dos días, una llamada anónima a la policía facilitó el paradero de Julián e inmediatamente fue detenido sin resistencia. Se declaró culpable y fue condenado.
Todavía, en el presente, busca ese porqué quizás con más hincapié que momentos antes de lo sucedido. Jamás olvidará la imperturbable cara de la niña que dejó atónita en el coche. Siempre la tendrá presente, en sus días y en las noches. Su rostro es como un gran tatuaje en su alma. Ésta es la cruel venganza de su crimen, no los barrotes que lo privan de la libertad, ni siquiera la ausencia de sus seres queridos, sino esa faz invisible que lleva dentro. Ése es su verdadero castigo.
Por Juan Herrera Barba.
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