Aún me viene vagamente el recuerdo de aquel verano junto al mar. Cuando cierro los ojos, veo como las olas rompen en la playa y se adueñan de todo cuanto la arena posee. Casi puedo sentir en mi piel semidesnuda aquella brisa marina que aparecía por el horizonte azulado. Cada mañana, al despertar, presiento que todo volverá a ser como antes, y que cada tarde, cuando el sol se esconde, mis deseos se marchitan con su luz. El ansia de recordar el pasado es una espina más de este enorme cactus sobre el que se asienta mi vida.
Hoy no he podido sacar a pasear al perro que él me regaló hace unos años. Me molesta muchísimo que la gente me mire como si yo fuese culpable de todo cuanto pasa a mi alrededor. Siento un ridículo espantoso con este apretado vendaje que yo misma me ajusté en el brazo izquierdo, del que dirán que es algo que silencia, y con lo que de momento no puedo luchar.
Ricardo es una persona encantadora. Todos lo aprecian, los vecinos, los compañeros de trabajo, los familiares. Siempre se muestra muy cordial. Es, como solemos decir, un tipo genial. Nuestra hija lo quiere muchísimo. Tiene dos años y crece muy deprisa.
La primera vez me quedé atónita. Acabábamos de llegar de casa de sus padres. Yo estaba embarazada de Cristi de seis meses. Nada más entrar, le oí murmurar y gritar una y otra vez. Le habían molestado algunas de las ideas de futuro que yo había relatado a sus padres, pero lo que más le irritó fue la elección del ginecólogo que entre su madre y yo habíamos escogido, y, sobre todo, el hecho de que éste fuera un hombre. Me acerqué despacio hacia él para intentar calmarle cuando, inesperadamente para mí, se giró y sin más, una, dos…, mi mandíbula encajó las dos bofetadas que asestó y que me dejaron sin valor, sin palabras, sin miedo. Los días venideros fueron bastantes molestos, al menos para mí. Sin embargo, él hacía una vida muy normal, como si no hubiese sucedido nada.
Al nacer Cristi, nuestras miradas volvieron a cruzarse con sentimiento. Nuestro hogar se iluminó. No faltaban los abrazos, ni las flores en el jarrón. Todo se impregnó de magia y amor.
La segunda vez, yo estaba tranquila en casa dando el biberón a mi hija que ya contaba con cinco meses. Le oí entrar unas horas antes de lo habitual. Se mostraba furioso y muy enfadado. Enseguida me vino el recuerdo de lo ocurrido meses atrás. Minutos antes, yo había salido a comprar algunas cosas a la farmacia. Allí me encontré con un amigo de la infancia que hacía algún tiempo que no veía y, lógicamente, nos saludamos. Ese saludo me costó dos puñetazos y una fuerte patada en el costado. No conocía ese carácter suyo. No creí que pudiera salir de él. Cogí a mi hija y ambas nos refugiamos en una habitación. Al día siguiente su comportamiento era de absoluta indiferencia, y, hasta hoy, las bofetadas se suceden con una normalidad para él que a mí me aterra.
¿Cómo le pido que controle su carácter? ¿Cómo podría parar sus violentos impulsos? No lo sé, ya ni siquiera tolero su dulzura, y me entristece que nuestras vidas hayan tomado ese maldito rumbo, por eso, juro ante el todo poderoso que hoy ha sido el último día.
Eran alrededor de las siete de la tarde cuando sonó el timbre de la puerta. Ricardo se acerco para abrir y un señor vestido de traje se le identificó como policía. Iba acompañado de otros dos agentes uniformados. ¿Es usted Ricardo? Antes de que él contestara, y con la fuerza que yo aún tenía y la seguridad que me daba dicha presencia, aparecí tal cual en el hall junto a ellos. Sostenía a mi hija en brazos. Mi nariz todavía sangraba. Tenía la camiseta desgarrada y el pecho derecho casi al desnudo. Saqué el valor y el coraje que durante cinco largos años había guardado. Con lágrimas avenidas y la voz entrecortada grité: “Este hombre me ha pegado”.
El revuelo de la detención hizo salir a los vecinos y yo avancé hacia el exterior porque quería que me vieran, que sintieran el horror que había padecido. No quiero que nunca más piensen que fui una mala vecina. Simplemente no me dejaron.
Sé que a partir de ahora queda mucho por recorrer: la custodia de mi hija, la separación- porque los procesos judiciales son largos-, pero ya he dado el primer paso, quizás el más difícil, y con él recupero mi dignidad y mi autoestima, y sobre todo, la libertad de ser mujer. Por fin, podré sacar a pasear cada día mi perro.
Por Juan Herrera Barba.
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